Por: Daniel Araiza
La experiencia de Daniel Araiza tras su primera cumbre internacional como líder de expedición en el Aconcagua. «No lo esperaba, pero estaba listo para hacerlo.»
El año pasado asistí a Héctor Ponce de León en una guiada al Aconcagua. Había escuchado muchas cosas, leído otras tantas he imaginado un tanto más, pero nada se compara a vivir la experiencia. Y esta vez, todo salió muy bien; después de esperar unos cuantos días a que pasara una tormenta subimos al último campamento (Cólera) para hacer el ascenso a cumbre.
Este año sucedería algo parecido, pero Héctor se vio en la necesidad de someterse a una operación de urgencia, ante lo cual me pidió ser el líder de la expedición y operar junto con Ricardo Lugo y Alfredo Perea esta expedición. Así fue cómo la oportunidad surgió y yo me sentía en todas mis capacidades de hacerlo.
Desde muy chico tuve la oportunidad de desarrollar la habilidad del liderazgo, sobre todo en el CAIC, club que me forjó este y otros valores que aún rigen mi camino como atleta y persona.
A los 13 o 14 años, no recuerdo con exactitud, fui líder de una excursión de 40 chavos de entre 9 y 12 años (“minicaic”) de fin de semana a Tapalpa. Más tarde, un amigo y yo (ambos de 17 años) lideramos una excursión a Alaska; un camión y dos camionetas salieron de Gel, y todo el preparativo y el viaje lo organizamos nosotros. Ahora, a mis 28 años, después de liderar expediciones en Denali y los Andes, me sentí listo para operar esta expedición a la montaña más alta de América.
El grupo estaba muy fuerte, tuve la oportunidad de guiar a algunos de ellos previamente en el Pico y en Izta, dormir a más de 5 mil metros, conocernos y compartir la montaña antes del viaje. Hubo otros que conocí a mi llegada a Argentina.
Después de arreglar los últimos detalles en Mendoza, salimos hacia la montaña y tres días más tarde, el 31 de diciembre, llegamos al campo base para despedir el año a 4200 metros en un lugar increíble. Al día siguiente tocó un descanso merecido, mismo que sirvió para organizar los porteos, preparar el material que subiríamos y, en general, definir un plan para los siguientes siete días en los que buscaríamos hacer cumbre.
El ascenso se operó de acuerdo a lo planeado. Como diría un famoso alpinista inglés “Have a plan and stick to it”, es decir, “ten un plan y apégate a él”. Este ha sido también el lema que le ha funcionado a Héctor en más de 15 expediciones.
Estaba un poco nervioso, sabía que tenía el apoyo de Ricardo y Alfredo; pero, al fin y al cabo, yo era el encargado del grupo y el responsable si cualquier cosa sucedía, para bien o para mal.
La noche anterior a comenzar nuestra travesía en la que buscaríamos hacer cumbre y bajar por el otro lado de la montaña, me puse en comunicación con Héctor para ver los últimos detalles. También recibí una llamada de mi papá; después de platicar un rato, le compartía esta cuestión «¿en qué momento pasé de liderear un «minicaic» a tener la vida de nueve personas en mis manos en el Aconcagua?» Ambos reímos, me expresó su orgullo por ver dónde estaba parado y nos despedimos.
Logramos establecer los primeros campos sin problema. Las ganas del grupo por seguir subiendo y su buen estado físico me hacían querer responder a su impulso de subir al día siguiente al campo base Cólera. Pero decidí esperar un día más en campo 3 de Huanacos (5,450), tal cual el plan lo suponía, con la finalidad de hacer una adecuada aclimatación.
Al día siguiente nos dirigimos a dicho campo base y nos preparamos para nuestro “pegue” a cumbre. Algunas tormentas habían estado golpeando la montaña, se había acumulado algo de nieve y esa tarde las vistas fueron impresionantes. Les di el ultimo “breefing” antes de irnos a dormir; es decir, repasamos qué teníamos que llevar, qué no y algunas cuestiones semejantes. Traté de transmitirles seguridad: “los felicito por llegar hasta acá, quítense preocupaciones y disfruten cada momento, estén concentrados y comuníquenos cualquier cosa”.
El 9 de enero a las 6am, ocho clientes y tres guías, ya con crampones puestos, salimos hacia la cumbre. Pronto noté que un integrante no venía bien, llegamos a Independencia y descansamos más de 20 minutos. El día era perfecto, muy poco viento y el sol ya nos calentaba el cuerpo.
Empezamos la travesía hacia la cueva. Al llegar ahí descansamos y tras unos minutos llegaron Alfredo y el cliente que no se encontraba bien. Intentó continuar, pero un par de resbalones de su crampón, me hizo tomar la decisión de que bajara. No fue fácil pues, el negarle intentar la cumbre a alguien no es tarea sencilla, pero ese es nuestro trabajo: ser objetivos. Entendió nuestra decisión y comenzó a bajar con Ricardo, otro guía, quién cedió su posibilidad de hacer cumbre a Alfredo que nunca había estado antes en el Aconcagua.
Con un clima estable pero que comenzaba a cerrarse llegamos a la cumbre, donde encontramos a dos personas más. Me sentía pleno, pero alerta; las nubes amenazaban con empezar a precipitar en cualquier momento. Abrazos, lágrimas, agradecimientos y algunas fotos. Después tomé la decisión de comenzar el descenso. Empezó a nevar un poco. Les pedí concentración, pues la mayoría de los accidentes ocurren en la bajada.
La visibilidad bajó bastante y la tormenta de nieve se vino más fuerte. No obstante, un par de horas más tarde estábamos de regreso en Cólera. La jornada del día había acabado, solo había que derretir nieve y darles a los clientes de cenar. Al día siguiente bajamos los casi dos mil metros de desnivel hasta Plaza de Mulas (4200).
Fue una experiencia muy enriquecedora y aunque mi carácter y mi forma de ser muchas veces sea difícil por falta de filtros o por la intención de ser perfeccionista, mi experiencia en las altas montañas sigue aumentando, así como mi capacidad por liderar en ellas.