100 km, 24 horas de ultraconsciencia y 12 grados bajo cero.
Por Ricardo Vigueras
Como en todas las carreras de aventura y proyectos personales de superación de nuestros límites propios, llegó el día de partir a la zona más austral del planeta, la Patagonia Chilena. A tan solo 1,000 km de distancia de la mismísima Antártida, se estaría celebrando la segunda edición del Ultra Fiord que, en diferentes distancias, tendría 605 corredores de 35 países. Es la combinación perfecta entre naturaleza salvaje y un puñado de mujeres y hombres que, en pleno siglo XXI lleno de comodidades y bienes de lujo, son capaces de retarse a sí mismos en un entorno natural donde las reglas de la madre naturaleza se ponen en la mesa con toda claridad. Aquí el terreno y el clima es salvaje, implacable y no hay margen para cometer errores. Es el lugar donde se juntan tres corrientes: pacífico, atlántico y antártico, un lugar donde por muchos siglos los innovadores navegantes se las arreglaban para sortear las inclemencias del tiempo y lograr cruzar hacia Cabo de Hornos.
El Ultra Fiord 2016 arrancó el viernes 15 de Abril a las 12:00am. Inició con la distancia máxima, la de 100 millas, que por temas climáticas se redujo a 141 km. Todas las carreras sufrieron cortes por las condiciones climáticas de la zona.
Ese día por la tarde nos habíamos reunido un grupo de alegres mexicanos, éramos como 20, siempre haciendo bromas, conociéndonos, hermanando y comentado qué distancia íbamos a correr cada uno. Entre risas y sueños comimos, nos hidratamos y empezamos con el proceso mental de introducir nuestra mente, cuerpo y alma al terreno, a pedir permiso a la madre naturaleza para que nos dejara pasar por suelos patagones.
La carrera de 100 km -la distancia que iba a correr-, iniciaba hasta las 8.30 am. Salimos de Río Serrano, un punto que pertenece al Parque Nacional Bernardo Higgins y que se encuentra en los límites del Parque Torres del Paine.
El punto de reunión para llevarnos a Río Serrano era la plaza de armas de Puerto Natales, la ciudad del Milodón (nombre del oso perezoso prehistórico, simbolo de la ciudad). Aquí salimos en punto de las 6:00 am, ya con una pequeña lluvia mientras esperábamos los autobuses. Ya se respiraba lo que nos esperaría durante la carrera y surgían las primeras decisiones y preguntas, como “¿llevo el equipo completo?”, “¿voy por otra chamarra?”, “¿me cambio los shorts por licras?”, o “¿me aguantara el impermeable?”.
Por mi parte, había hecho una lista de mi equipo de montaña y llevaba otra chamarra impermeable, doble par de guantes, gorro de lana extra, dos buffs, doble calseta de lana y, en la estación de recambio, llevaba mi mejor equipo de abrigo, una chamarra de pluma, un polar, y mis guantes de alta montaña, más gorros y buffs.
Con un fuerte frío llegamos a Río Serrano medio dormidos y emocionados. Partimos en punto de las 8:30 am por una vereda recta en un bosque mágico rodeado de árboles coloridos. Las hojas del otoño se dejaban ver por la zona.
El recorrido inició por zonas de vereda en terreno regular. Pronto ganamos altura -un terreno que me es conocido en cierta forma-, con elevación constante, pero en excelente estado. Los grupos se iban formando y poco a poco me quedé con un grupo de Uruguayos que encontramos a un ritmo muy a gusto. Avanzamos paso a paso, disfrutando el paisaje. Poco a poco la carrera entró en calor y, cuando llegamos al primer punto de abastecimiento en el kilómetro 8, nos recibieron los voluntarios con agua, Gatorade, y un poco de galletas de mermelada y paté. Pensé que iba a recibir un buen abasto durante la carrera y en ese momento no le tome importancia. No fue sino hasta kilómetros después donde encontramos poco abasto de comida, casi nulo, y justo aquí empezó el tema de pensar en la administración de las 4 barras que me tenían que alcanzar hasta llegar al kilómetro 50, donde estaba el abasto de comida más grande.
La carrera seguía por senderos parecidos hasta que repentinamente, en una pendiente de salida sencilla, se presentó ante nosotros el Paso Chacabuco, el puerto de montaña. Frente a mí tenía las bellas e imponentes montañas de granito, como pirámides de la antigüedad, llenas de nieve y glaciares perpetuos que han dado paso a los viajeros y pobladores antiguos de la Patagonia. En ese momento ante nosotros se manifestó el viento blanco con velocidades cercanas a los 50 km/h.
Apenas tomé agua en el punto de abasto, me cambie los guantes, y tomé con firmeza el bastón de trekking. Desde ese momento sabía que había que salir rápido de ese paso, como dicen por ahí, rápido y con bonita cara. Sentía ya las ráfagas del viento en las piernas, como agujas. El clima era alpino y feroz, nos quería comer y nos ponía la primera prueba de resistencia más mental que física. Quería tomar fotos, pero en ese primer tramo había que salir rápido. Por mi cabeza pasaban pensamientos de supervivencia, se activaba en mí la forma más salvaje de sobrevivencia, el darwinismo a todo lo que daba; fue uno de esos momentos donde piensas que no hay margen para quedarse y, decisiones básicas como pisar correctamente, se vuelven vitales: a nuestra izquierda había una pendiente fuerte de rocas y hielo cuyo fondo no se alcanzaba a ver, un paso definitivamente técnico con nieve muy buena que no requería crampones pero si pisar bien. El conocer el equipo era un factor importante para no caer y salir bien librado del paso.
Después de cerca de 3 kilómetros, el viento nos dio un poco de tregua, y llegue al último punto de control de montaña donde dos argentinos me hicieron el día diciéndome “orale güey, apurale güey, saca el tequila güey”. Nos reímos mucho tiempo, me dieron mate, y me tomaron un par de fotos. Eran unos montañeros vagos que estaban a cargo del último punto de control. Ahí la montaña nos permitió trotar un poquito, aunque al final del paso me resbalé en la nieve. Afortunadamente solo fue eso, un resbalón que me activó más y me recordó que no podía bajar la guardia, así que regresé a la concentración máxima y salí del Chacabuco.
Librando la montaña comenzó otro tipo de camino, una pendiente de bajada muy pronunciada, llena de surcos de lodo que nos hundían profundamente. Aunque diera el paso con la mayor precaución, el lodo chupaba los tennis y en el fondo se los quería llevar; sonaba como chupón todo el tiempo. Había que ir con calma encontrando el mejor camino. De aquí un par de ríos, y un bosque con árboles de cuento de hadas y gnomos que se mezclaban con un otoño que hacía de las suyas con tonos verdes, naranjas, amarillos. Cualquier vista parecía que contenía tonos de filtros artificiales, pero era la Patagonia la que nos regalaba estos bellos y únicos paisajes.
La carrera seguía por caminos de ida y vuelta en este maravilloso bosque patagón. Las horas pasaban y un último puesto de abastecimiento me recibió con sopa caliente y mucha agua del caudaloso río. En realidad el abastecimiento fue pobre, pero es ahí donde uno entra en conciencia y comparte el error con la organización recordando que en la montaña el azar no existe y la planeación en exceso es preferible a esperar que exista un puesto con mucha comida. Es parte de la aventura.
La carrera en este punto pasó a un segundo grado de supervivencia. Primero el paso Chacabuco, y ahora saber que la comida fuerte estaría hasta el km 50, y eso, sin ninguna garantía. Así, comí las pocas galletas que encontraba en el camino y, eso sí, tomaba mucha agua. El gran plan nutricional que me había preparado mi amada nutrióloga y compañera de mi vida Mariana Hinojosa, me había mantenido al 100 por ciento de fuerza y energía. Me sentía muy bien en todos los sentidos, iba gozando la carrera. El equipo había sido el bueno, y de comida, a pesar de todo, llevaba buen excedente de carbohidratos y proteinas.
Sin embargo, todos padecimos de la poca comida en los abastecimientos y las horas seguían pasado. Ya para el kilómetro 50 me había alcanzado la noche. Llegué 13 horas después de partir, cerca de las 9:30 pm, cuando por fin entré a estancia perales, el anhelado km 50. Con todo lo anterior en mi espalda, 12 grados bajo cero, agua nieve que simplemente nunca acabó, el viento blanco en Chacabuco, una pequeña caída y comida limitada, llegué en buen estado físico y mental.
En el kilómetro 50 habían dos tiendas y una pequeña cabaña que nos esperaban. En la publicidad se veían lugares de estancias de estilo resort, pero nosotros habíamos llegado a un punto de abastecimiento que parecía estar en guerra. Así se respiraba. Todos entrábamos a la cabaña a calentarnos, comer como locos, cambiar la ropa, secarnos y seguir, pero mi sorpresa fue cuando salí por agua y literalmente regresé en dos segundos: un frío me calaba los huesos y un tiro en la espalda baja producto del frío me hizo volver inmediatamente. Lo primero que pensé fue que no podía seguir con ese frío. “¿Cómo me lo quito?, ¿abandono?, pero me siento bien”, y bueno, la decisión fue ir a la tienda de campaña a calentarme, secarme y obtener un poco de ánimo de los corredores.
Finalmente conseguí ese nuevo impulso y regresé a la cabaña. Comí como loco: sopa, huevos duros y pan como si fuera el fin del mundo. Tomé agua, Gatorade, galletas y cualquier cosa de comida que sobraba venía a mi boca. El sentido de compañerismo y hermandad se respiraba, el espíritu de cuerpo como en el ejército corría por las venas de los presentes. En la tienda había una chica peruana a la que apoyaban para quitar una posible hipotermia, todo el mundo ayudaba a ponerla caliente. Después la vi en nuestra cabaña en completa recuperación, la mente y actitud era parte de la ecuación en este tramo.
A todo esto, fue en esos momento que encontré a mi nuevo hermano ultra Paco Raptor, un guerrero de la montaña, ultra, campeón de carreras de supervivencia en Nicaragua, y deportista elite patrocinado por Herbalife. De aquí partimos a los últimos 42 km que nos esperaban en un camino recto de terracería que no tenía fin. Los dos nos apoyábamos. Le presté un par de guantes que me habían salvado del Chacabuco que él usaba dobles para protegerse del frío. Este tipo de situaciones de apoyo y hermandad son las que se viven en estas carreras, son pequeños detalles que no cambio por nada y que hacen muchas veces la diferencia.
Esa madrugada el viento nos azotó con toda su fuerza de las 2 hasta las 6 de la mañana mientras luchábamos por no dorminos de pie. Platicábamos, jugábamos, trotábamos y reíamos. Paco me decía: “sigamos platicando para no quedarnos dormidos”, pero yo solo contestaba “o camino o platico”. Ya no podía arriesgarme a gastar energía, el frío de la madrugada nos azotaba con todo.
Ya en los últimos 15 km, Paco se adelantó y de ahí me tocó ir en solitario. Las marcas eran pocas pero al final se veían las luces de Puerto Natales. Se notaban infinitamente lejos, pero al salir de la terracería recibí la ayuda de un cielo estrellado único donde traté de buscar la cruz del sur, única en este hemisferio. Se veía la bóveda terrestre, una imagen que me grabé en el corazón. Bajo este cielo uno se siente efímero y disminuido, una micropartícula de este gran cosmos. Sentía que ya el final de la carrera se acercaba y daba gracias a la Pachamama Patagonia, por dejarme pasar.
Finalmente amaneció y llegué a la preciada meta después de 24 horas extremas. Llegaba a la meta y terminaba este gran logro de superación física, mental y de supervivencia. Estaba feliz y tranquilo, relajado, hambriento y cansado, pero con la adrenalina y emoción a tope. Daba gracias a Dios por permitirme estar en este mágico lugar. Todo el tiempo me acompañó mi gran compañera de la vida Mariana Hinojosa, venía conmigo en la dimensión espiritual del amor, dándome aliento para terminar este gran reto.
Sin embargo, la carrera no había terminado en su totalidad. Horas más tarde, en plena celebración y descanso, nos enteramos que nuestro hermano Arturo Martinez, gran corredor ultra, mexicano de 58 años, de gran corazón y calidez humana, había fallecido en el puerto de montaña Chacabuco.
Pasaron miles de historias y comentarios alrededor de las causas de la muerte y el tema de la poca prevención de la organización. Había muchas aristas en el tema, pero lo único que hay que tomar como experiencia es tratar de evitar este tipo de incidentes. Por el otro lado, hay que ser muy conscientes del terreno que vamos a explorar, la montaña es un lugar donde se premian las buenas decisiones y no debe quedar nada al azar, los únicos responsables debemos ser nosotros mismos y no podemos dejar margen de error o huecos que puedan afectar nuestro paso por la montaña.
Al final, la única que tiene claro el juego es la madre naturaleza, ella que nos muestra su lado más salvaje e inhóspito donde los hombres son solo una pequeña gota de agua en este gran universo. Ella nos da la oportunidad de probar un poco de lo salvaje e inhabitable del planeta mediante el espíritu de exploración que nos lleva a romper nuestros límites físicos y mentales en armonía con la naturaleza. Es este el pequeño espacio que nos queda a los hombres rebeldes -en ocasiones mal vistos-, en nuestra necesidad de vencernos a nosotros mismos como lo hacían nuestros antepasados y contemplar paisajes que se nos quedan tatuados en el corazón. Un glaciar, una montaña, el viento, el bosque, los ríos, etc. Son escenarios que nos dejan tranquilos contemplando la grandeza de la naturaleza y que unen a un puñado de mentes locas que se rehúsan a morir en la modernidad de la comodidad y los lujos banales. Somos hombres cuya filosofía solo es el goce en su estado natural más puro, como salvajes que somos, que fuimos y que seremos. Pensamos en el siguiente reto, en la siguiente montaña, en la nueva experiencia que nos regresa al sentimiento por la exploración.
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