Una vida al aire libre y 15 años escalando me enseñaron que la montaña no son piedras, sino gente. La comunidad es nuestro mayor logro y legado
Una reflexión personal después de 15 años de escalar
Llevo mi vida entera saliendo a la montaña -sí, mi padre me llevaba incluso antes de poder caminar-, más de una década colgada de paredes, durmiendo en campings improvisados y despertando con el frío que se cuela por las rendijas de la tienda de campaña. He tenido ascensos memorables, caídas dolorosas, momentos de euforia y otros de puro miedo. Pero si algo me ha dejado claro la escalada, más allá de las rutas, los grados o las cumbres, es esto: lo único que realmente importa al final es la comunidad.
No son los logros personales, no son las fotos en redes sociales, no es el equipo más caro ni el récord de velocidad. Es la gente. Esa red invisible de manos extendidas, risas compartidas y silencios cómplices que se teje entre quienes amamos la montaña.
La escalada como excusa, la gente como razón
Cuando empecé a escalar, sí, llegar más alto, ser más fuerte, superarme, era importante. Pero sabía que no es lo que perdura. Lo que queda grabado en la memoria son las noches en la cocina del camping, compartiendo una olla de arroz medio quemado con desconocidos que en dos días ya son cómplices. Son las voces al pie de la pared gritando «¡Tú puedes!» sin siquiera saber tu nombre. Son las manos que ajustan tu cuerda sin que lo pidas, los que te prestan su casco cuando pierdes el tuyo, los que te ofrecen café a las 5 de la mañana antes de la larga caminata.
La escalada, al final, es solo la excusa. Lo que realmente buscamos es pertenecer.
La montaña nos enseña a depender de otros (y eso es bueno)
En un mundo hiperindividualista, donde se nos vende la idea de que debemos ser autosuficientes, la montaña nos recuerda una verdad incómoda: no podemos solos.
- Necesitamos que alguien nos asegure desde abajo.
- Necesitamos que un compañero revise nuestros nudos.
- Necesitamos que un extraño nos preste su teléfono cuando se nos acaba la batería en medio de la nada.
Y no es debilidad: es humanidad. La escalada, el alpinismo, el senderismo… todos estos deportes nos obligan a confiar, a soltar el ego, a entender que la única manera de avanzar es juntos.
Cuando la pasión por la naturaleza es el lenguaje común
No hace falta hablar mucho. Basta un gesto, una mirada, un «¿vas para arriba?» en el camino para saber que hay algo que nos une más allá de las palabras. El respeto por la montaña, la emoción de estar ahí, el silencio compartido ante un atardecer.
He escalado con gente de diferentes países, culturas, idiomas, y nunca ha hecho falta un discurso grandilocuente. La montaña es el lenguaje común. El cansancio, el frío, la alegría de llegar al top de una ruta… todo eso se siente igual, sin necesidad de explicaciones.
Pero la comunidad no es solo apoyo, es también responsabilidad
Y aquí va la parte crítica: no podemos ser una comunidad solo cuando nos conviene. Desde que comencé a escalar he visto campañas de comunicación, posteos en redes, iniciativas de festivales que hablan sobre los principios de «no dejar huella», que básicamente es: dejar el lugar igual o mejor de lo que lo encontramos. Pero creo que hoy en día esto no es suficiente.
Ya no se trata sólo de ir a las montañas, usarlas «bien» y e irnos sin mirar atrás. Debemos comenzar a preocuparnos más seriamente sobre los impactos ambientales. ¿De qué sirve esa hermandad ficticia de la que tanto presumimos si no es coherente con la manera en la que practicamos nuestros deportes?
Si realmente valoramos esta comunidad, debemos:
- Ser críticos con el turismo depredador (no todas las «aventuras» son sostenibles). ¿Qué conexión desarrollamos con los espacios que visitamos: una extractivista que concibe los entornos a nuestra disposición o una más responsable y proactiva?
- Proteger los lugares que amamos (no basta con no ensuciar y llevarnos la basura que encontramos -aunque no sea nuestra-). Pienso, por ejemplo, en Jilotepec, este importante sector de escalada en Estado de México que se está degradando a un paso alarmante con la presencia de los escaladores. Respetar los senderos, recoger basura, amarrar con correa a nuestros perros, sí, todo eso es crucial, pero también apoyar al Ejido en acciones de reforestación, marcaje y un largo etcétera. Si no tomamos nosotros las riendas, ¿entonces quién?
- Reconocer a quienes viven ahí (las montañas no son un parque temático, son el hogar de pueblos originarios, ¿cómo podemos fortalecerlos?).
En un mundo en crisis, la comunidad es nuestra única herencia
Escuché en el podcast Humo una frase que no me deja ir: «Lo único que podremos heredarles a nuestros hijos será la comunidad.»
Pienso en el futuro y sé que quizá no queden bosques limpios, ríos libres o montañas sin cables de teleféricos. Pero lo que sí podemos dejar es la semilla de la organización, la solidaridad, la capacidad de cuidarnos entre nosotros.
Eso es lo que la montaña me ha enseñado: que lo importante no es llegar solo, sino asegurarse de que nadie se quede atrás.
Conclusión: No escalamos para huir, sino para encontrar
Al final, después de todos estos años, ya no escalo solo llegar al top de una ruta, por la foto en la cima. Escalo porque en este deporte encontré algo que el mundo moderno nos ha robado: la certeza de que no estamos solos.
Que aunque el planeta arda, aunque los gobiernos fallen, aunque todo se derrumbe, habrá alguien que te preste la cuerda, que te dé un abrazo después de una caída, que comparta contigo el último trago de agua.
Eso es lo único que importa. Lo demás, es solo roca.
