Hoy, 5 de mayo, se cumplen 20 años del primer ascenso femenil latinoamericano al Everest logrado por Elsa Ávila, quien lo recuerda con sus propias palabras.
Elsa Ávila, una de las más destacadas alpinistas de México, llegó a la cumbre del Everest el 5 de mayo de 1999 y se convirtió así en ser la primera mujer mexicana y latinoamericana en pisar el techo del mundo. En dicho marco, el pasado jueves 2 de mayo se llevó una celebración en la Ciudad de México, donde amigos, alpinistas, personalidades del montañismo mexicano y medios de comunicación pudieron escuchar las palabras de remembranza de Elsa Ávila.
El evento de celebración al vigésimo aniversario de la cumbre de Elsa al Everest fue apoyado por Osprey México, Petzl México, y La Sportiva México.
VEINTE AÑOS ATRÁS
Por: Elsa Ávila
Después de meses de preparación y de escalada, en los que llevé mi cuerpo y mente al extremo, la fecha llegó. Había estudiado concienzudamente el calendario, convencida de que la ventana de buen tiempo estaba por llegar, aunque el Weather Channel preconizaba cosas diferentes, y no muy halagüeñas.
Absolutamente concentrada ante el último reto que me presentaba esta hermosa y extraordinaria montaña, esperé mi oportunidad en el Collado Sur, a casi 8 mil metros de altura, confiando en que mi experiencia, temple e instinto no fallarían. Mientras tanto, hubo gente que no soportó la tensión en la espera y abandonaron el reto.
Mi preparación mental y física estaban al cien, consciente de que el inicio de este nuevo ascenso comenzaría a partir de la cumbre Sur, a 8,750 msnm, el punto más alto que 10 años atrás había conseguido alcanzar y que me vio bajar destrozada, desilusionada y al borde de la muerte. Sin embargo, era imprescindible no dejarme invadir por pensamientos negativos, lo que requirió una gran dosis de profesionalismo y pasión.
Recordé emocionada a mi amado país y a los seres queridos que había dejado en mi tierra, confiados en que además de coronar esta aventura, regresaría viva a sus brazos, lo que fortaleció mi decisión y compromiso.
Hoy era la fecha en la que superaría mi meta, intentando cubrir con un esfuerzo extraordinario los 98 metros que 10 años antes me habían sido negados, aquellos que se encuentran a la misma altura en la que cursan el cielo los aviones, y en donde cada paso requiere de absoluta concentración para no rendirse, a pesar de que los pulmones buscan desesperadamente el escaso oxígeno.
Todavía no iniciaba el 5 de mayo cuando comencé a prepararme, revisé mentalmente lo que tenía en mi mochila. Ajusté a mi cuerpo cada capa de ropa para evitar cualquier resquicio por el que penetrara el frío y me hiciera detener o sufrir congelamientos.
Ésta vez iba a llegar. La montaña ya me había jugado muy rudo: aploplejías, congelamiento en dedos y en córneas, edema cerebral y la pérdida irreparable de amigos.
Mi entrenamiento previo y la firmeza de lograr mi objetivo hicieron que mi avance fuera veloz y pronto me vi en la cima Sur preguntándome extrañada: ¿por qué no llegaste aquélla vez? Tan pronto surgió la pregunta, el viento de la montaña pareció desvanecer ese pensamiento distractor, lo que me impulsó a continuar, a verme encaramada en el Paso Hillary, con el vacío de casi tres mil metros de la espectacular Cara Este del Everest a mis pies.
No se vale caer; concentración total, siento los agarres bajo mis guantes, pruebo cada roca, clavo mi piolet en el hielo sólido, dando pasos firmes y seguros. Pronto salí a las amables rampas que conducen a la cima principal, percatándome que atrás de mí se escuchaba el jadeo de Bill, miembro del equipo de National Geographic, que me presionó para acelerar el ritmo. Al girar mi cuerpo para cederle el paso, descubrí que estaba lejos, muy lejos. ¿Qué ocurre a esta altura que mis sentidos se agudizan?
Lentamente continué, observando que desde la cumbre me filmaban; mi ego me orilló a querer parecer fuerte y con buen ritmo, pero afortunadamente me percaté de que esas banalidades sólo sirven para distraernos de la verdadera importancia y belleza de los momentos irrepetibles.
De pronto, estaba frente a Pete Athans, sentado en la cumbre, mirando alrededor, gozando el fresco y con teléfono satelital en mano. Ya no había más pendiente de ascensos, el paisaje se abría en todas direcciones y en el horizonte apreciaba la curvatura terrestre en la que sobresalían los ochomiles.
No dejé escapar mis emociones y tomé fotografías como agradecimiento a mis hijos, pues fueron ellos el motor que me llevó hasta la cima y serían los que me acompañarían en el descenso, para estar hoy de nuevo con los pies en la tierra, a 20 años de haber llegado al punto más elevado del planeta y compartiendo con cada uno de mis compatriotas mexicanos la posibilidad de crear nuestra realidad con perseverancia y confianza en nosotros mismos. Gracias a la vida por la maravillosa oportunidad de seguir aprendiendo, y al Everest por haberme dejado tocar su más preciado tesoro: su cumbre.